® Los textos publicados en este sitio están sujetos a la ley de propiedad intelectual. Se prohíbe su reproducción total o parcial en cualquier soporte o formato sin permiso del autor.

Fragmento de novela 

EL TIGRE NEGRO



El tiempo confiere poesía aun a los campos de batalla, fue lo primero que me dijo Patricia tan pronto nos encontramos, como si se tratase de un mensaje en clave. Y cuando le aclaré que faltaban unos diez años para que Graham Greene publicara Nuestro hombre en La Habana, ni siquiera se dio por enterada. Ah, sí, dejó caer como al descuido, mientras le pedía otra piña colada al camarero de aquel lujoso restaurante del Havana Biltmore Yacht and Country Club.
Fragmento de novela 

MUJER CON ROSA EN EL PUBIS




Cuando regresé a la casa de mi tío, todo conservaba su orden en la habitación que había ocupado desde la niñez, incluido el hueco en la pared, el cual se mantenía intacto bajo la foto del Che Guevara que siempre usé para camuflarlo. Alguna vez, no mucho tiempo más tarde, habría de enterarme de que en realidad nunca fue necesario el camuflaje, pues el coronel Durán López y, según él, también mi madre, tenían pleno conocimiento de la existencia del hueco en la pared, desde el primer día en que lo abrí. En lo que respecta a mi madre, no he llegado a creerlo del todo, tal vez porque nunca me lo he permitido a mí mismo. Pero teniendo en cuenta el malsano dominio que sobre ella ejercía el coronel, la verdad es que no dispongo de argumentos para dudarlo. Tampoco los tuve para dudar de la sucia sinceridad de mi tío cuando, en la misma ocasión, me reveló que ambos conocían desde el principio que yo iba detrás de ellos al cine, a fisgonear sus obscenos trances entre penumbras. Aún más, llegó a decirme que ambos sabían que me masturbaba mirándolos, y que ello satisfizo siempre a mi madre, hasta el punto de provocarle una particular excitación. 
Fragmento de novela 

LOS CRÍMENES DE AURIKA




El mote de Aurika vino después, es de los tiempos en que fue a parar a la cárcel para reclutas de El Pitirre, en las afueras de La Habana. Pero antes todo el mundo le llamaba simplemente Luis. Y era un muchacho tenue de apenas 16 o 17 años. Uno de esos tipos tranquilos que no hablan por no ofender, pedazo de carne con ojos criado debajo de la saya de su madre, que no pueden bañarse bajo el chorro frío porque les da gripe y que si comen a deshora se van en diarreas. En una palabra, tenía todas las de perder con El Nazi, a quien nunca le gustaron los soldados blandengues, según su propia definición. Luis y yo ingresamos en la misma fecha en el Servicio Militar Obligatorio y estuvimos juntos durante casi un año en el mismo pelotón. Sin embargo, no nos hicimos amigos. Me caía bien, apreciaba sus buenos modales, su forma de hablar pausada y sin la indigencia léxica del resto de la tropa, pero en el fondo siempre preferí mantenerlo a distancia. Por lo demás, él tampoco se mostró interesado en trabar amistad con ninguno de nosotros. Más bien nos evitaba. El único momento en que parecía sentirse verdaderamente cómodo era después de las comidas, cuando se iba a la arboleda de eucaliptos que estaba detrás de las barracas para pasar allí sus largos ratos a solas, silencioso, reconcentrado, tendido a la larga en una posición fija, pensando tal vez en las musarañas, hasta la hora del toque de campana que ordenaba el cese de actividades para dormir.
Fragmento de novela 

BALAS GASTADAS


No se puede ir a la guerra sin Dios. Así creo haberlo leído hace poco en un libro. La frase es bonita, pero si te pones a darle la vuelta, la encuentras insulsa, ya que supuestamente Dios no va a la guerra, a ninguna. De modo que lo único que quiso decir el que escribió la frase es que no se puede ir a la guerra, y punto. O al menos no se debe. Otra cosa, que suena parecida pero no es igual, sería decir que no es aconsejable ir a la guerra sin tener un dios al cual encomendarle el espíritu, ya que no el esqueleto. No es que yo sepa demasiado sobre estos temas, pero tengo la cabeza más o menos bien puesta sobre los hombros. Además, en mis treinta y cinco años de existencia lidiando con energúmenos y con déspotas y con impíos de todos los credos, pude haber aprendido que a fin de cuenta siempre viene bien tener a mano algo o alguien que nos inspire aunque sea una mínima dosis de fe. Quizá sea en esa carencia donde anidó la culebra del infortunio que hoy pare engendros en las entrañas de José Manuel, mi esposo, y en las de sus socios de calamidad (correligionarios según él), esos pobres tarados, veteranos de las guerras en África. Balas gastadas, que es como me gusta a mí llamarles.     

Fragmento de novela 

EL CLAN DE LOS SUICIDAS


GUERRERO

Después conoceré cuáles fueron sus últimas reflexiones aquel día. Ella ha de confiarme que pensó en cierta frase escrita por Baudelaire cuando tenía su misma edad, 24 años: Me mato porque soy inútil para los demás y peligroso para mí mismo. Lo que no se explicaba de momento, dijo, era por qué esa frase. No creía en su postulado. Más allá del arranque de patético histrionismo que sin duda la inspiró, no hallaba sino impudicia, apocamiento. Por esto le extrañaba recordarla en aquel minuto, cuando estaba a punto de poner a prueba la consistencia de su caja craneana bajo las catorce ruedas de un camión. Eso me dijo.
Fragmento de novela 

PARÁBOLA DE BELÉN CON LOS PASTORES


DE SOLEDAD

¿Y por qué parte del cuento iba yo? ¿Por el sueño que tuve con aquellos angelitos en cueros? No, todavía no he pasado por ahí. Entonces iba por... No, tampoco. Sobre las sanguijuelas galvánicas que los enfermeros enganchan en mi coco pelado he jurado no hablar, corro peligro. Ni sobre la camisa de fuerza. Y menos sobre el jeringuillazo que me deja como tabla vieja mecida por la marejada. Espérate, aguanta un minuto que lo tengo en la punta de la lengua. Iba por... sí, eso es, por la parte en que digo que la soledad es como una piedra de esmeril, raspa que te raspa hasta dejarte reducida a menos de la mitad de ti misma. Desde luego que no me refiero a Soledad, mi vecina de pabellón, aquella atolondrada con los cuatro mechones de pelo teñidos de rojo y atados hacia arriba con una cinta negra. Con ella tuve una buena chaqueta el primer día de mi encierro, digo, debo decir "mi ingreso" aquí en el Hospital Psiquiátrico de Mazorra: Oiga, señora, la llamé. Y fue suficiente para que Soledad se enredara conmigo a puñetazos porque no entiende razones. Hay que decirle señorita. Ni caso a sus arrugas y a los más de sesenta años que carga en las costillas. Si quieres encontrarle las cosquillas a mi vecina de pabellón, aquella de la fila izquierda, llámale tía, señora, compañera... O si no, pasa junto a ella con un espejo en la mano. Es suficiente. Encima de su cabecera hay una fotografía ampliada de cuando tenía veinte años: es su espejo, el único que tolera. La mira, quiero decir, se mira, y entonces abre la bocaza y muestra la desolación de sus encías. Ay, Santa Bárbara bendita, es como una cueva de alacranes. Para mí que sonríe porque no ve lo que se ve, sino lo que ella ve. Según las malas lenguas, Soledad es sujeto de una tragedia que le frenó en seco el cerebro hace como cuarenta abriles. Dicen que fue la dama más linda de La Habana, y rica, por más señas. Pero cayó presa, dicen que por ocultar a su padre, que era un político de cuando Batista y estaba acusado de contrarevolucionario. Y dicen que su familia, en pleno, se hizo humo. Como el perro que tumbó la lata. Voló rumbo a los Estados Unidos, eso dicen. Ojos que te vieron ir... Mientras, Soledad, sola, enfrentaba a los nuevos esbirros, repitiéndoles que no había hecho nada malo y que... y que... y que... Carajo, se me traba el cuento. ¿No te estaba diciendo que... Eh, ¿y qué te estaba contando yo?. Vaya memoria que tengo últimamente. Otra vez se me ha ido el santo al cielo. En fin, sea lo que fuera, y como mentira no es, ya volveré a cogerlo. Pero a mí que no me embromen, esto tiene su causa en los bichitos que llegan por los cables y se ponen a picotearme allá adentro, en el encéfalo. Electrosnosequé les llaman los enfermeros a esas sanguijuelas galvánicas de la reputa de su madre. Aunque mejor no los menciono, no sea que vengan los doctores y den la orden para que me los enchufen otra vez.
Fragmento de novela

LAS MARIPOSAS NO ALETEAN 

LOS SÁBADOS


Algún ente maligno, una fuerza, una corriente cósmica quizá, se dedica a ordenar secretamente, sin que se lo pidamos, el caos de nuestras vidas. Pero a Lázaro Confitura no le van ni le vienen los misterios del éter. Se limpia con la posibilidad de que un ciclón caribeño pueda ser provocado por el batir de las alas de una mariposa en Bombay. Además, hoy es sábado, le corresponde feriado a las ideas de sustancia. Así que menos aún debe importarle a quién pertenezca la mano de hierro que mueve el hilo de sus pasos por estos pedregales. Dormir la mañana, he aquí todo cuanto le interesa, de momento. Usabiaga, en cambio, se tiró de la cama a las seis. Qué más da que sea sábado. El negocio obliga y dormir demasiado es un lujo que jamás estuvo al alcance de sus manos. El jade y los hombres se labran con herramientas ásperas. Lázaro ha ido a vaciar la vejiga para echar el resto sin estorbos. Usabiaga sube a su oficina de la calle ochenta y cuatro, en Miramar. Lázaro da vueltas sobre el colchón pegajoso antes de volver a quedarse dormido. Usabiaga bebe café amargo, recién colado por la sirvienta. Lázaro suda. Usabiaga chequea los contratos. Lázaro se hunde, parsimoniosamente, náufrago entre el sopor de agosto y las paletas derretidas de su ventilador de antes del diluvio. Usabiaga se siente a gusto porque los sábados trabaja solo, es el día libre de Cristina, secretaria y cómplice en todo desde hace más de veinte años pero también su esposa. Lázaro se enrosca, masculla: carajo, qué rico es dormir. Usabiaga se reúne para puntualizar detalles con su partner del Ministerio de la Industria Sideromecánica. Lázaro, con los ojos cerrados y a las puertas del séptimo sueño, ve dos alas enormes, amarillas, que baten silenciosamente en medio de una quietud de mausoleo chino: "Butterfly, oh butterfly...", tararea, arrastrando la cadencia final, mientras siente que él también es arrastrado.


Del libro de relatos

LA ISLA DE LOS MIRLOS NEGROS


EN LA CAVERNA

El corazón me dio un vuelco cuando la gorda me dijo: corazón, bájate los pantalones. Las gordas ocupan demasiado espacio. Después iba a enterarme de que en realidad no era una gorda sino un gordo. Pero después es siempre tarde. La gorda-gordo tenía una cocorota helicoidal y profusa como estructura de Gaudí, seguramente mucho más pesada que todo el resto del cuerpo, el cual, visto desde tan cerca, se dilataba sin pudicia, más a los lados que hacia arriba, más hacia atrás que al frente, más carapacho que membrana. Pero insólitamente ligero, gorda al fin. No obstante, lo que más me arredró fueron sus brazos apelotonados y oscuros como nubes de agosto. Presagio de tempestades. Y allí estaba yo, a sus expensas. Estar es una forma de existir. Estar a expensas es la existencia informe. Como no había querido escuchar a quienes me advirtieron que no escribiera panfletos anti-dictatoriales y mucho menos que colocara lo escrito en Internet. Al hacerlo, ya no pude resollar por donde se resuella sino por donde se ventosea. Apenas escuchaba o presentía que alguien se acercaba a mi puerta, se me disparaban a chasquear las tripas como látigos. Fuese el cobrador de la electricidad o del agua, fuese alguno de los múltiples vendedores furtivos de aguacates, fuese la vecina para pedirme una pizca de sal o una cucharada de café... Los toques a mi puerta actuaban como laxantes de efecto instantáneo. No era miedo. El miedo es dúctil y aquello no lo era. Miedo al miedo. O más probablemente eso a lo que suelen llamar agorafobia, una suerte de tirria a los espacios abiertos, que en mi caso eran espacios cerrados, o sea, todos los espacios del planeta que se localizan de la puerta de la calle hacia afuera. Porque, además, no me atrevía, ni siquiera me sentía capacitado para asomar la cabeza. En la cabeza están los ojos. Creo que fue Platón quien sostuvo que son dos las causas por las que nuestros ojos se ofuscan: al pasar de la luz a las tinieblas y al pasar de las tinieblas a la luz. Por poco acierta, pero ocurre que los ojos míos se ofuscaron justamente a fuerza de no cambiar el foco. Ni de la luz a las tinieblas ni de las tinieblas a la luz. Estaban atascados en algún punto de mi insondable interior, de manera que todo cuanto podían ver no eran sino sombras, por más que se mostrasen bajo la claridad del día. Todas las cosas y los seres a los que me sentía capaz de acceder con la mirada, eran -para ubicarlos en la órbita del platonismo- copias imperfectas de las formas puras. Al contactar con los ojos, todo original es copia.


Del libro de relatos cortos

LA NOVIA DEL MONSTRUO


EL INTRUSO

Primero fue un vecino. Creyó que yo me había mudado del barrio porque minutos después de cruzarse conmigo en una zona bien distante al edificio donde vivimos, miró por casualidad hacia mi cuarto, en el tercer piso, y vio a un individuo en la ventana, tomando el fresco del anochecer. Luego fue una pariente. Me acusó de no haber querido abrirle la puerta, asegurando que me había visto, desde los bajos, asomado igualmente a la ventana. Vivo solo desde hace mucho tiempo. No mantengo tratos con ninguna persona que pueda hacer largas estancias en mi casa, y por larga estancia entiendo cualquier visita de más de 5 minutos. No curso ni acepto invitaciones. Jamás se me ocurrió interesarme por la vida de mis congéneres. Aun así, no he podido evitar que ellos se interesen por la mía. Sin embargo, esto de que me vieran en casa cuando yo estaba ausente tal vez debía agradecérselo, pues me puso en guardia contra algún probable intruso. Pasé varios días saliendo a dar breves paseos por los bajos del edificio, sólo para mirar a intervalos hacia mi cuarto. Pero nada. Sin novedad en la ventana. Definitivamente tendría que hacer caso omiso a las habladurías de la gente. Aunque no antes de intentar una última prueba. Esperé la noche, prendí todas las luces, abrí la ventana de mi cuarto y bajé a ver. Entonces he aquí que de pronto he visto al individuo asomado a mi ventana sin la menor discreción. Ni siquiera le perturbó que me detuviese y permaneciera mirándole fijamente por espacio de unos minutos. Al contrario, me sostuvo la mirada, como si el intruso fuera yo. Subí a toda carrera, dispuesto a expulsarlo a patadas. Pero al entrar en la casa, nada, ni el individuo ni la más leve huella de su paso. Quise pensar que había sido víctima de una figuración, condicionada tal vez por lo que me contaron. Pero es inútil. No puedo engañarme de un modo tan flagrante. Soy una persona muy poco influenciable. Ojalá hubiese ocurrido únicamente en mi imaginación. No tendría por qué inquietarme. Las ilusiones, ópticas o de cualquier otro carácter, no son al final más que travesuras del cerebro. No estorban, ni ocupan espacio físico. Así que puedo tolerarlas. Si Dios dispusiera que debo convivir con alguien o algo, ¿con quién mejor sería que con una ilusión? Mucho menos me gustan las personas reales. Yo mismo incluido. Y es ahí donde radica lo más inquietante de este caso. Como persona real que soy, me conozco lo suficiente como para ser capaz de identificarme, aun cuando me mire a mí mismo desde afuera, y hasta desde lejos, digamos a la distancia prudencial que media entre la ventana de mi cuarto y los bajos del edificio. Y es justamente como tuve la oportunidad de mirarme esta noche.




Del libro de relatos

YO QUE FUI TRANVÍA DEL DESEO


DOSTOIEVSKI CONTRA LA INTERPOL 

Concurrieron dos casualidades. La primera es que pocos días antes había leído El Cocodrilo, un cuento que se le antoja muy raro dentro de la obra de Dostoievski. La segunda casualidad, no menos rara para él, es que el cocodrilo del cuento llevara su nombre, o un nombre igual al suyo. Carlos piensa en estas cosas en el preciso minuto en que el investigador policial está conminándolo a que hable de una vez, a que diga todo lo que sabe, ya que de cualquier modo no tiene escapatoria, como no sea a través de una amplia y minuciosa confesión que permita reconstruir los hechos y recuperar lo perdido.
Carlos, no él, sino el cocodrilo llamado Carlos, se tragó a un hombre de una sentada. Se supone que lo hizo porque tenía hambre, no porque le interesara ser noticia. El pobre bicho no contaba con la ligereza de los seres humanos. Mucho menos con las travesuras del azar. De cualquier forma, ya está visto que hambre y apuro suelen ir de la mano. Y el apuro no es un buen consiliario. Para empezar, obstruye la facultad de selección, imponiendo echarle garra a lo primero que asome. Y ese pudo ser el desencadenante de lo que parecía una desgracia para Carlos, ambos, el cocodrilo y también él. Al menos es lo que le está cruzando por la mente ahora, a la vez que escucha (como un claveteo en el sótano, monocorde, vago), los requerimientos del oficial investigativo que corre a cargo del proceso.


Del libro de relatos

HOMBRE RECOSTADO A UNA VICTROLA


LOS ESCITAS DE LA FRATERNIDAD

Jenny se apareció un día con unos escritos que alguien le había bajado de Internet. Trataban sobre los guerreros arrancadores de cabelleras. Fue así como nos enteramos de que los primeros en frecuentar esta práctica no habían sido esos indios pintarrajeados y con caras de malos que salen en las películas, sino los escitas, gente muy antigua, que vivieron en algún lejano paraje de Ucrania o qué sé yo dónde. Se contaba en los escritos que tales individuos, los escitas, les arrancaban la cabellera a sus adversarios para hacerse ropas. Verdaderamente nos gustó la historia. Y fue por lo que Jenny, Rafa y yo decidimos ponerle a nuestro grupo el nombre de Los Escitas de La Fraternidad. Aunque no fue lo que nos condujo a arrancar cabelleras. Eso ya lo estábamos haciendo desde antes de que Jenny se apareciera con aquellos escritos.
Claro que nosotros no queríamos las cabelleras para hacernos ropa, sino para vendérselas al Yuma, quien a su vez las quería –o eso nos explicó- para una fábrica clandestina creo que de muñecas o de pelucas que decía tener en algún lugar de la ciudad.


Del libro de crónicas y ensayos

SILUETAS CONTRA EL MURO


DEL CABREO AL CHOTEO

I
Si en el cielo no hay humoristas, como afirmó Mark Twain, entonces sólo el diablo sabe adónde han ido a parar los grandes guaracheros de Cuba, los desbocados del son montuno y de todas las variantes del son, los rumberos, sublimes verdugos de la crónica social cantada, que condenan o salvan con solo un estribillo. La idea de Twain de que todo lo humano es patético, por lo cual, la fuente secreta del humor no es la alegría, sino la tristeza, parece tambalearse ante el recuerdo de esta tropa de impenitentes sacudidores del esqueleto. Pero tal vez no sea más que una impresión superficial. Bien repasados los textos de sus composiciones, así como el grupo de asuntos, personajes y circunstancias que las inspiraron, podría concluirse que, efectivamente, mucho de tragedia y remolinante existencial subyace en los orígenes. Y si para redondear sumamos la creencia, bien extendida en nuestra Isla, de que resulta imposible decir algo divertido sin que sea al propio tiempo malicioso, y la aderezamos con el ideario de Jorge Mañach, para quien "siempre fue la burla un recurso de los oprimidos", pues ya casi no nos van quedando dudas: De la misma manera que no hay un solo género, una tendencia, una sola etapa en la historia de la música popular de Cuba que no esté signada por la herencia de la esclavitud africana, y ya que por igual no hay manifestaciones de esta música donde el humor no intervenga como substancia, o al menos como sazón, tampoco existe una sola pieza de carácter jocoso que no sea expresión del desquite o la riposta del desdeñado, de la chanza de quienes se rebelan contra la autoridad, o del punzante aletazo de los que están abajo.
Choteo sublimado en la envoltura de sabrosas notas, pero choteo al fin, el ingrediente humor dentro de la música popular cubana no sólo afinca raíces en los propios fundamentos de nuestra nacionalidad, y es también suma de sus dos surtidores básicos -aunque con muy notable inclinación de la balanza hacia el aporte africano-, sino que debe su desarrollo y su éxito permanente a lo que Jorge Mañach consideró "una relación de recíproca influencia entre el carácter y la experiencia" del pueblo cubano (muy en particular del negro, remarcamos nosotros). Y naturalmente, a nadie habrá que revelarle a estas alturas con cuánto de drama ha sido entretejida, desde el primer día, la historia de nuestra nacionalidad. 
Tampoco es para tomar al pie de la letra aquello de que la gracia cubana, y su peculiar espíritu burlón, nacen del medio antes que de la idiosincrasia. Como no hay que otorgarle demasiado crédito a lo dicho por Mañach en cuanto a que la alegría resulta siempre un indicio de comodidad vital. Pero verdaderamente no creo que reste mucha tela por donde cortar una vez que se aparten de la lista de temas inspiradores del humor en nuestra música, desgracias y miserias experimentadas desde siempre por los pobres y, claro, muy especialmente por los negros, tales como la desilusión, el abuso de poder, el engaño, la hipocresía, el efecto de las diferencias sociales y económicas, y el tratamiento de lo erótico, es decir, el relajo, asumido como provocación, como actitud rebelde del que canta. Al final, ya sabemos que el pícaro no es más que un apaleado a quien natura y los palos le encendieron el bombillo de la picardía. Y resulta en realidad difícil hallar otra figura que refleje mejor sus contornos que la del jodedor cubano, negro o mestizo por excelencia, artífice de tanto canto y tanto cuento.

Del libro de crónicas, artículos y ensayos

ENTRE CANTINFLAS Y BUSTER KEATON


NEVANDO EN EL TUGURIO

Los barrigones no debieran usar guayabera. Se perjudican recíprocamente: la guayabera luce menos guayabera y más sotana al cubrirlos, en tanto el barrigón luce menos distinguido cuanto más resalta como un barrigón dentro de una guayabera. Si los jefes en Cuba tuviesen una pizca de sentido común, no habrían declarado a la guayabera como prenda oficial para ceremonias diplomáticas o de Estado. Es una especie de magnicidio que se auto-infligen, dado que en nada se parecen tanto entre sí como en lo que son, más en lo típicamente abultado de sus vientres.  Cuando un dirigente no es aquí barrigón, debe resultar sospechoso para los otros dirigentes, a la vez que resulta demasiado poco creíble para la gente de a pie. Así como allende los mares suele ser tomada como un síntoma de poca salud o de mal gusto, la gran barriga constituye en nuestra isla credencial inequívoca de poder. Luego del asombroso parecido que guardan todos nuestros caciques entre ellos mismos, nadie es más parecido físicamente a uno de ellos que un bisnero con éxito, de esos a los que ahora llamamos nuevos ricos, es decir, pobres bandidos a los que parece sobrarles el dinero en igual proporción en que les faltan escrúpulos. Como no me conviene describir al detalle la suma de sus puntos convergentes, digamos que si nos plantan delante, desnudos, a un dirigente y a un nuevo rico, no sabríamos determinar cuál es el cuál. Son dos barrigas como dos yemas del mismo óvulo. Pero tan pronto se arropan, resultan distinguibles desde lejos. El dirigente lleva guayabera. Y el nuevo rico, bermudas, gafas y gorra de los Yankees.
Quizá el primer objetivo de ese decreto que hoy obliga a nuestros caciques a vestir de guayabera sea diferenciarlos a ojos vista de los nuevos ricos. Es como un cambio en el camuflaje, ya que tanto nos chifla últimamente hablar de cambios. Con todo, tal diferenciación (aunque sólo funcione a ojos vista) vendría a ser lo único que en verdad justifica el uso oficial de la guayabera en pleno siglo XXI.